En estas semanas hay algo que me ha inquietado profundamente: la normalización del discurso de la extrema derecha y su capacidad para contaminar, no solo la conversación pública, sino también el comportamiento de las instituciones. Ya no se trata únicamente de esa verborrea barata que dicen ciertos líderes o de cómo manipulan el miedo y el descontento social; lo realmente alarmante es cómo sus ideas comienzan a permear cada vez más hondo entre las instituciones, organismos oficiales e incluso en los Cuerpos de Seguridad del Estado, que deberían actuar con neutralidad y respeto a los derechos de todos los ciudadanos.
Tengo claro que cuando la extrema derecha gana terreno -ya sea en las urnas o en los medios-, arrastra consigo una peligrosa permisividad, creando un terreno de guerra que buscan constantemente, inseminando subliminalmente esa premisa de la que siempre parten: “El nosotros contra ellos”, dejando de ser un eslogan para convertirse en una directriz tácita que se cuela entre nosotros. Esto es un hecho y podemos constatarlo a través de las circunstancias que vivimos cada día, como lo ocurrido en Marbella, que no es un caso aislado, donde ciertas autoridades se sienten licenciadas a exceder sus competencias y actuar como garantes de un supuesto orden moral y nacional, por encima incluso de la legalidad o la ética: dos “guantás” bien dadas no hacen daño.
Esta influencia se traduce en agresiones verbales, abusos policiales, restricciones de derechos disfrazadas de protección del bien común y hostigamiento a colectivos vulnerables. Todo esto se ampara en la idea de que hay ciudadanos de primera y de segunda y que a estos últimos se les puede controlar, reprimir o silenciar “por el bien de todos”. Es una lógica peligrosa, porque corroe la confianza en las instituciones, convirtiendo ese miedo en política y la violencia en una herramienta aceptable que fomentan ante cualquier situación.
Pero cuando se infiltra la lógica de la extrema derecha -con su nostalgia autoritaria, su desprecio por la pluralidad y su obsesión por la pureza cultural o nacional-, el poder deja de ser herramienta democrática y se convierte en arma; y ese cambio, aunque se vista de legalidad, siempre es una forma de agresión; con o sin “guantá. Pero no quiero que se confunda una parte por el todo; no nos dejemos arrastrar por ese efecto bola de nieve, no entremos en juzgar a todo aquel que viste “el orden”. Al final, es esa la vil estrategia articulada: romper la armonía social, enfrentarnos y captar el voto, sin importar lo que ocurra en “la calle”. La libertad no es negociable y mucho menos para aquellos que añoran administrarla a golpes de miedo.