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Días de barrunto

La espera

Había dos condiciones innegociables para la mayoría de las madres: No sobrepasar el territorio que marcaba el agua hasta la cintura y las dos horas de digestión

Publicado: 20/06/2025 ·
12:00
· Actualizado: 20/06/2025 · 12:09
  • Vista de la Playa del Carmen. -
Autor

José Manuel Infante Gómez

Columnista mitad barbateño mitad madrileño. Redactor en web deportiva trescuatrotres.com

Días de barrunto

En palabras de su autor: "Intento decir lo que pienso pensando siempre lo que digo"

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Me vino el olor estando en la orilla, quizá porque ya lo tenía dentro de mí. Por la mañana había estado en la cocina mientras se preparaba. A pesar de haber desayunado, me la hubiese comido en ese momento, porque su pinta era espectacular, como todas las tortillas que hacía mi madre. Salí corriendo a ponerme el bañador, ya que era domingo de verano y tocaba playa. El agua estaba buena, pero la mañana había pasado volando. Nada que ver con lo que venía a continuación; las horas más lentas del día. Pero no podía ignorar la banda sonora que se había formado en mi estómago y me dirigí hacia la sombrilla para dar buena cuenta de la comida.

La tortilla cumplió sobradamente con las expectativas y devoré mi parte, acompañándola con un par de vasos de rica casera de naranja. Después de comerme el postre, busqué un sitio donde poder entretenerme un rato con Mortadelo, Filemón, Zipi, Zape y Rompetechos hasta que llegase el momento de volverme a bañar.

—¿Qué hora es?

—Todavía falta mucho, sigue leyendo.

Pero los tebeos ya me aburrían, por lo que decidí buscar otro entretenimiento.

—¿Puedo dar una vuelta, mamá?

—No te alejes mucho. Y al agua ni te arrimes, que te falta una hora para hacer la digestión.

Había dos condiciones absolutamente innegociables para la mayoría de las madres. Una era la de no sobrepasar el territorio que marcaba el agua hasta la cintura. La otra, no menos importante, era la de cumplir obligatoriamente con las dos horas de digestión antes de volver a mojarse. Todavía me quedaba una hora. Me acerqué a las piedras que establecían la frontera con el puerto para observar a los cangrejos. Solo mirar, ya que mi miedo crónico a coger cualquier animal que pudiera picarme o morderme me impedía atreverme a algo más. Así estuve un buen rato, hasta que pregunté la hora a un hombre que pasaba por allí. Para mi desesperación, solo habían pasado veinte minutos.

Con disimulo, comencé a remover con los pies la arena mojada con la esperanza de encontrar alguna almeja, pero esa especialidad tampoco se me daba bien del todo. Además, la mirada inquisidora de mi santa progenitora me obligó a alejarme del agua, aunque apenas me había mojado los dedos de los pies.

Resignado, aguanté estoicamente que los segundos se hubiesen convertido en minutos y los minutos en horas.

Un balón llovido desde el cielo cayó cerca de mí y aproveché el regalo para ponerme a jugar con los dueños de la pelota, que accedieron amablemente a mi petición. Y jugando al fútbol pasé el tiempo hasta que el grito de mi madre anunciando que ya podía bañarme me sonó a música celestial.

Por supuesto, el reencuentro fue lento, que nunca me gustaron las zambullidas repentinas. Sumergí la mano derecha (un gesto que todavía repito en la actualidad, sobre todo al darme el primer baño de la temporada) para cumplir con la última parte del ritual. Me santigüé para pedir a la Patrona que todo transcurriese con normalidad y ya, por fin, me fundí con las olas para gozar del privilegio de disfrutar de la mejor playa que existe en el mundo mundial.

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