Los vecinos de Fuentecilla vivieron momentos de esplendor en el pasado gracias al atractivo de sus fuentes termales; sin embargo, la oferta terminó perdiendo atractivo y la gente del pueblo tuvo que volver a trabajar en el campo. Fue entonces cuando las fuerzas vivas del lugar idearon una alternativa con la que atraer de nuevo a los visitantes: las apariciones milagrosas.
La historia la contó -como pudo; es decir, bajo la batuta de un censor oficial- Luis García Berlanga en Los jueves, milagro (1957), y tampoco dista mucho de las soluciones imaginativas que muchos municipios españoles se han visto obligados a poner en marcha en los últimos años para sortear la ruina galopante que se ha instalado en sus ayuntamientos.
Es recurrente eso de la “imaginación” a la hora de arrogarse determinados propósitos, aunque en el fondo lo único que se consigue es desposeerla de su auténtico significado para convertirla en sinónimo del “milagro” al que solemos encomendarnos en la intimidad. El esfuerzo, en cualquier caso, se agradece. Más harían falta, sobre todo en un momento en el que han dejado de ponérnoslo todo por delante. Se acabó lo de Papá Estado o Mamá Junta. Cada uno en su casa, y Dios en la de todos; a fin de cuentas, muchos han vuelto a recordar lo que era rezar, paso previo indispensable al milagro, lo vistamos o no de imaginación, ya que tan etéreo es uno como el otro.
En Jerez no había fuentes termales, como en Fuentecilla, pero sí vinos, caballos, flamenco, patrimonio e industria, años de gloria. Por ahora no ha hecho falta inventar ningún milagro, aunque pagar puntualmente la nómina de la plantilla municipal a fin de mes o saldar la deuda con los acreedores se le haya asemejado. La sensación, la de seguir a la espera de un milagro, persiste en cualquier caso. Su aparición en forma de plan de ajuste no termina de convencer a todo el mundo, aunque tampoco cabe pensar que el Gobierno local haya querido ponerlo en práctica para que fracase; cuando menos, para poner orden ante tanto despilfarro.