El 12 de enero de 1963 fallecía en Buenos Aires Ramón Gómez de la Serna (Madrid, 1888). La diabetes acuciante que padecía, se llevó a uno de los más grandes escritores de nuestro pasado siglo. “Me han engañado diciendo que nací, pero ya arreglaré esa mentira muriendo”, había dejado escrito. Pero Ramón se nos fue sólo de cuerpo, pues su alma poliédrica, con aroma de autor genial, nos acompaña y conforta cada vez que volvemos al marfil que aterciopela sus letras.
Viajero impenitente, original conferenciante, preciso articulista, teatrero surreal, castizo ensayista, sorpresivo novelador, biógrafo multiforme, llanero solitario que supo desembridar el confín de las palabras, fue un hombre íntegro y audaz, dador de una literatura única y renovadora, que puso boca abajo el modernismo y boca arriba las vanguardias. Un todoterreno, diríase ahora, que se vestía por los pies y que del feliz sombrero con el que en ocasiones ataviaba su cabeza, extrajo un manantial de greguerías que le dio el sempiterno carné de mago del lenguaje: “No crea que lo hago por comodidad -explicaba a un periodista-, porque me sea más fácil que otro linaje de producción. Lo hago porque siento que en la greguería estoy más en plenitud”.
Algunas de ellas, las recoge la editorial Edelvives en una reciente antología preparada por Isabel Castaño y Raúl Vacas y titulada, “Flor de todo lo que queda” (pues eso era para Ramón la greguería “la flor de todo lo que queda, lo que vive, lo que resiste más al descreimiento”).
Fue un hombre cabal y soñador, con cierta tendencia a la melancolía (“Cuando anuncian por el altavoz que se ha perdido un niño, siempre pienso que ese niño soy yo”), vivió entre la agitación internacional de las dos Guerras Mundiales, y los vaivenes político-sociales de nuestro país -dictadura de Primo de Rivera, Segunda República, alzamiento de Franco…-. Al inicio de la Guerra Civil, abandonó Madrid junto con el dolor de dejar su patria y su preciada biblioteca, que había ido forjando en sus últimos cuarenta y ocho años. Su exilio bonaerense no fue sencillo, pero el paso del tiempo le abrió caminos y cerró nostalgias.
Ahora, mientras releo esta compilación que reúne tanta sabiduría, tantos ejemplos de lúcidas metáforas, de sugestivo humor, de milagrera literatura, recuerdo esa idea tan extendida –e incierta- de que Ramón no escribió poesía. Él, que tanto hizo por ella y del que tanto hemos aprendido los poetas, dedicó un amplio espacio de sus greguerías a tan distinguido género. Es más, sentenció: “Greguerías: relato estricto y poético de la vida”. Y supo sacarle mucho jugo convirtiéndola en protagonista: “Una buena poesía es una rosa manuscrita”; “El lunar es un punto y aparte del poema de la belleza”; “El poeta se alimenta de galletas de luna”.
Tantas veces se ha dicho que el espléndido autor madrileño es en España un escritor olvidado que, quien esto escribe, desea pensar que sólo su humildad –lo bautizaron como Ramón José Javier y Eulogio, pero quiso ser Ramón-, justificaría tal dislate.
Aunque él llegara a bromear -y con qué no- sobre las efemérides (“Un centenario consiste en limpiar con un plumero el busto en yeso de un centenariado”), sirvan estas líneas para devolver en el cincuentenario de su muerte, el vigor de su legado y la luz de su ingenio: “El agua no tiene memoria, por eso es tan limpia”.