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Lo que queda del día

Sin complejos de inferioridad

Supongo que toca replantearse muchas cosas y que habrá que hacerlo antes de que desde el populismo y la xenofobia inciten a destruir todo lo bueno construido dentro de una convivencia bien entendida, que es aquélla en la que no existen los complejos de inferioridad

El 12 de diciembre de 1972, Antonio el bailarín se encontraba en la Plaza del Cabildo de Arcos de la Frontera en pleno rodaje del montaje televisivo para RTVE de El sombrero de tres picos, a las órdenes de Valerio Lazarov. Cuentan algunos que por culpa del frío y, otros, porque no terminaba de estar satisfecho con la coreografía, hubo un momento en el que no pudo más y dejó escapar un sonoro “me cago en los muertos de Cristo”.

Un guardia municipal que presenciaba la escena acudió de inmediato a denunciar los hechos y el genial artista sevillano fue trasladado al calabozo donde permaneció una temporada tras ser condenado por blasfemia -Pedro Sevilla, de quien por cierto tengo que recomendarles que lean su última novela, Los relojes nublados, me recordaba hace unas semanas que al juez no terminó de convencerle la versión de que el Cristo al que se refería con su improperio era a su chófer Cristóbal, con el que estaba molesto aquel fatídico día-.  

Antonio el bailarín intentó al menos amortizar la experiencia y publicó un libro sobre sus días -bien cuidado, por cierto- entre rejas, mientras que para los demás el relato de los hechos ha pasado a convertirse en una anécdota de las que hacen inevitable la sonrisa una vez superados determinados estigmas del pasado.

También Javier Krahe estuvo a punto de pasar por idéntica experiencia a causa de un cortometraje que tituló Cómo cocinar un cristo, en el que guisaba un crucifijo. Fue absuelto de un delito contra los sentimientos religiosos, aunque contó a su favor con que los hechos tuvieron lugar en 2004, bajo otro código penal y, sobre todo, otra mentalidad, aunque la de Krahe provocara asco a quienes le denunciaron.

Entre uno y otro caso distan 32 años, que es mucho más  tiempo del que necesitamos los españoles a partir de 1972 para conquistar y abrazar nuevas libertades, entre ellas las recogidas en nuestra Constitución, y asumir nuestro futuro a imagen de la nueva Europa. Tal vez por esa misma voluntad de crecer, progresar y creer en un futuro común, inmersos en un mundo globalizado, hemos terminado por obviar otras señales y por estrellarnos contra el muro del terror que han levantado ante Occidente, ante nosotros, los soldados de la yihad.

Como apuntaba ayer Sami Naïr en El País, “el objetivo del yihadismo es precisamente hacer todo para separar a los musulmanes del resto de sus conciudadanos, demostrar que la integración es imposible, hacer de la vida diaria un infierno de odios identitarios”.

El problema, en cualquier caso, no depende sólo de quienes ponen en su boca el nombre de Alá para justificar atrocidades como las cometidas esta semana en París, sino, como argumenta Enric González, de una religión que “mira obsesivamente al pasado” y que “tiene un grave problema con la modernidad”; precisamente, la que encarna occidente, sustentada en la tolerancia y en la libertad.

Y el problema es, por supuesto, también nuestro, a causa de un afán conciliador, cargado de complejos sempiternos, que ha perturbado nuestra propia identidad, “nuestra esencia” -lo defendía así El Mundo en su editorial del viernes-, como cuando alguien cede ante el vecino por una linde de terreno para evitar el pleito antes que una enemistad, que en el fondo es una forma de ocultar un temor latente.

Gestos que, por otro lado, retratan a quienes hacen una lucha insobornable en favor de una igualdad que después no se atreven a reivindicar según qué casos, y que han llegado hasta el ridículo de que en algunos colegios españoles se haya prohibido el pasado diciembre cantar villancicos para no ofender a quienes profesan otras religiones con alusiones al Niño y la Virgen, lo cual no deja de ser una ofensa a nuestra tradición cultural y oral y una renuncia inadmisible, que sumada a otras pequeñas renuncias son las que dan cuenta de nuestro miedo y nuestra debilidad.

Supongo que toca replantearse muchas cosas y que habrá que hacerlo antes de que desde el populismo y la xenofobia inciten a destruir todo lo bueno construido dentro de una convivencia bien entendida, que es aquélla en la que no existen los complejos de inferioridad.

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