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Curioso Empedernido

Dilema político

La gente sensata de nuestro país y tal vez de cualquier otro lugar del mundo, espera y les exige a sus políticos que no les creen más problemas de los que realmente soportan y tienen; entre pitos y flautas, entre dimes y diretes, entre alegrías y tristezas, entre conflictos y crisis; que si es posible pongan todo su empeño y voluntad en resolverlos.


El objetivo de cualquier terapia, es que entre el terapeuta y el paciente se establezca una buena comunicación, en la que al final del proceso se logre el objetivo, y es la solución del problema, y no que quien ha de prestar su ayuda sea quien más la necesite.
Tanto en un caso como en otro, es decir en el enfoque terapéutico como en la actividad política asistimos a una relación de pares, como en muchos aspectos de nuestras vidas, sean personales, sociales o profesionales y resulta cuando menos interesante analizar los distintos aspectos de este ir y venir.
Todos los días y a todas horas, los ciudadanos y ciudadanas nos preguntamos si supimos elegir bien y si estamos en buenas manos, y no debemos olvidarnos que quienes nos representan en las distintas instituciones y poderes del Estado son un fiel reflejo de nuestra sociedad, con sus virtudes y defectos.
Por otra parte tenemos la obligación de exigirles que cumplan con lo que nos prometieron, pero además tenemos el deber de no utilizar un doble lenguaje pidiéndoles lo que nosotros no somos capaces de hacer, sino estaríamos incurriendo en todo aquello que criticamos.
En el panorama político vemos todo tipo sujetos y especímenes, incluso la de aquellos que practican el parricidio como en la tragedia de Edipo Rey, bien dominados por los celos, por romper lazos de dependencia, por intentar ser ellos mismos, por la necesidad de llenar el mundo de ilusión, de afirmarse, por debilidad o por influencia de propios y extraños.
Entre el asombro y el desconcierto, resulta difícil encontrarnos a aquellos que son constantes en sus planteamientos hasta el agotamiento, y con estupefacción asistimos a la permanente judialización de la vida política, de tal manera que diera la impresión que aquello que no se lleva a los tribunales no existe, en lugar de practicar el diálogo para llegar a acuerdos que beneficien a todos y todas, o respetar la discrepancia como una saludable práctica democrática.
Resulta difícil entender, que aquel que no está de acuerdo con nosotros puede ser en el peor de los casos nuestro adversario, pero de ahí a convertirlo en enemigo irreconciliable va un abismo sin sentido, al igual que percibir a los ciudadanos y ciudadanas como quienes nos sirven y no como a quienes hemos de rendir cuentas.
El dilema en la actividad pública, debe ser una constante que nos sitúe necesariamente en la crítica y la autocrítica. Si realmente queremos avanzar sirviendo a la Comunidad y no aprovechándonos de ella, hemos de ser fuertes ante los fuertes, ser leales a nuestros principios y colocar nuestras convicciones por delante de la legítima ambición y los deseos de protagonismo.
Aunque en muchas ocasiones resulte difícil y complicado, hemos de esforzarnos para no ser contagiados por “el qué más da”, que inevitablemente nos lleva a uno de los pecados más extendidos, como diría un buen amigo mío, la chapuza, que contamina todo lo que toca.
La lucha por el poder lleva a algunos y algunas a la ceguera, a no ver ni aquello que tienen delante de sus narices y ante cualquier problema que les surge al paso, se inventan conspiraciones, promueven filtraciones e intoxicaciones de todo tipo y cuando se ven perdidos culpan al mensajero que les ha estado sirviendo.
Ante el dilema hamletiano, no sólo hay que ser honrado sino parecerlo, y no incurrir en el populismo, que tan caro terminamos pagando los ciudadanos y ciudadanas, ni en la demagogia, cuya manipulación de la realidad nos conduce casi siempre a un camino sin retorno.

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