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El Loco de la salina

¡Convertíos!

Como una aparición, se planta un cura delante de los que allí estábamos y exclama con voz de ultratumba: “Convertíos”.

He venido a pasar el fin de semana y ya estoy echando de menos el manicomio. Nada más llegar se me acerca una rumana. Creo que es rumana, porque tiene, como todas, las faldas hasta abajo, el pañuelo en la cabeza, los calcetines puestos perennemente y la mano tendida al primero que pase por sus alrededores. Cuando no lleva estampas, lleva unos globos. Una limosnita, por favor. No me da tiempo de meterme la mano en el bolsillo, cuando me tropiezo con otra rumana que me sonríe y me pide una limosnita, por favor. Aún no me he repuesto de la sonrisa, cuando de golpe me llega otro pidiendo otra limosnita, por favor. De pronto, me asalta la de los pasos ligeros, el roete recogido y el romero a manojitos. Por lo visto lleva mucha prisa y al parecer esconde bajo sus alpargatas un motor invisible que la impulsa a todo meter; me pone ante los ojos la matita, mira al mismo tiempo para otro lado por si se le escapa otro posible cliente y, ante mi negativa, sale disparada calle Real abajo. No se me ha perdido de vista, cuando aparece un hombre con una manta roída y mierda encima para regalar. En plan autómata me tiende la mano, pero no me da tiempo a reaccionar, porque observo unos perros andrajosos y resignados atados a unas dueñas descuidadas que llevan una botella de litro de cerveza en la mano y el cigarrito en los labios. De mierda ni les cuento. Me piden. Sigo mis pasos y no he llegado a la esquina, cuando un muchacho negro, risueño y muy simpático me suelta un montón de palabras afrohispánicas entre las que puedo distinguir limosnita, paisa y por favor. Al pasar a su altura no me da tiempo de reaccionar, cuando ya estoy plantado frente a un hombre a cuyos pies hay  un cartel en el que asegura que no tiene recursos, que pide para sobrevivir y que a ver si nos retratamos. No he terminado de leer el cartel, cuando me llegan dos chicas que dicen ser sordomudas, para que les firme un papel en señal de solidaridad. Les firmo rápidamente. Me voy a marchar, pero me señalan con la mano que a la derecha del papel hay un listado de donativos y que me defina. No les doy nada, porque no me fío. Más tarde las veo hablando entre ellas con una fluidez envidiable. No me dio tiempo a indignarme, porque observo a un chico respaldado contra la pared con otro cartelito en el que pone que tiene 21 años, que es electricista y que está parado. Me viene a la cabeza que con esa edad no se puede estar parado por mucho paro que haya. Sin embargo no me da tiempo a pensar, porque me veo venir a uno con las dos manos ocupadas. En una lleva un tetrabreak de vino peleón y en la otra un litro de cerveza con la cruz del campo a cuestas. El denominador común entre éste y otros más que van con él es la profunda enemistad que mantienen contra el jabón. Y no sigo, porque no les quiero cansar más, pero así está La Isla. Y el que lo niegue, que se dé una vueltecita. Iba yo pensando en todas estas cosas y en la diferencia que había con los pobres que siempre han recorrido nuestras calles desde tiempos inmemoriales, cuando se me ocurre sentarme a tomar una cerveza para reflexionar. Esto lo tengo que hacer de vez en cuando para que las pocas células grises que tengo en el coco no se me escapen. Pues bien, estaba tomándome la cerveza, cuando de pronto, como una aparición, se planta un cura delante de los que allí estábamos y exclama con voz de ultratumba: “Convertíos”. Me quedé de piedra. Por un momento creí que el inquietante paseo me pasaba factura. Tan de piedra me quedé, que no acerté a preguntarle en qué quería que nos convirtiéramos, porque, ya puestos y como está el tema en La Isla, yo soy capaz de convertirme en lo que el cura quiera antes que pasar el calvario que uno padece cuando lo que pretende es simplemente dar un pequeño paseo por esta increíble ciudad.

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