La subordinación de los intereses individuales al interés general es uno de los principios directivos básicos. En 1916 Henry Fayol indicaba que el interés de un empleado o grupo de empleados no debe prevalecer sobre el de la empresa, y que el interés del Estado debe prevalecer sobre el de un ciudadano o grupo de ciudadanos. También señalaba que la ignorancia, la ambición, el egoísmo, la pereza, la debilidad y todas las pasiones humanas tienden a hacer que se pierda de vista el interés general y haya una lucha perpetua con el interés individual. Reconciliar ambos es uno de los grandes desafíos para un líder o un directivo.
Este debate no es nuevo. Platón argumentaba en su República que el bienestar de la sociedad depende de que los gobernantes busquen el interés general en lugar de su propio beneficio. Aristóteles también indicaba en su Política que los líderes deben buscar el bien común y no guiarse por intereses personales, aunque reconocía la inclinación natural a buscar el propio interés. Para Cicerón los líderes y gobernantes tienen una responsabilidad especial de velar por el bienestar general, y deben actuar con integridad y justicia, sirviendo como modelos de conducta ética. Quizás su visión entonces fuera tan utópica como nos lo parece ahora.
Siglos después, en el Leviatán (1651) Hobbes argumentaba que el hombre tiene una naturaleza egoísta y competitiva que le convierte en un lobo para el hombre, y hace falta que nos limiten y controlen para mantener el orden y el bienestar general. Frente a esta visión, el Contrato social (1762) de Rousseau consideraba que los seres humanos son buenos por naturaleza, pero la sociedad los corrompe. Buscando reconciliar ambas posturas, en 1776 Adam Smith afirmaba que cuando los individuos buscan su propio interés acaban beneficiando a la sociedad. Y John Stuart Mill en sus Principios de economía política (1848) también aceptaba que la búsqueda del interés propio puede llevar a resultados positivos para la sociedad, aunque con ciertas condiciones y regulaciones.
En cualquier organización humana el desafío de conciliar intereses individuales y generales siempre está presente. Como nadie seguiría a egoístas que buscan aprovecharse de los demás, algunos han aprendido a disfrazar su interés particular bajo una aparente preocupación por el interés general, y muchas luchas por intereses generales y buenas causas acaban lideradas por lobos vestidos de corderos. Ya en el siglo XVII François de la Rochefoucauld reflexionaba en sus Máximas que el interés habla todos los idiomas y representa todos los papeles, incluso el de desinteresado.