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Lo que queda del día

Un chándal por cada parado

El chándal se ha convertido en el símbolo visual de las generaciones condenadas por el estallido de la burbuja inmobiliaria, mientras los beneficiarios del negocio se llevaban el dinero directamente a Suiza

Esta semana estaba en el despacho de un conocido y, mientras atendía a otra visita, aproveché para asomarme a una de sus ventanas. No daba a una calle muy transitada, pero al tratarse de una planta baja podía ver perfectamente a cada una de las personas que paseaban por cada acera. Al cabo de un par de minutos me percaté de que todos y cada uno de los hombres que habían desfilado por allí vestían chándal, y no precisamente bajo la apariencia de ir a practicar deporte, sino como indumentaria de paseo, de diario. Eran hombres de todas las edades, más o menos aseados, más o menos cuidados, más o menos despreocupados, aunque indudablemente marcados por una misma circunstancia, la de ser desempleados.

Sería cuestión de hacer un estudio al respecto, pero entiendo que la salud laboral de una ciudad es actualmente inversamente proporcional al del número de personas que visten chándal por sus calles, y aquella pequeña muestra de la que fui testigo en unos minutos supuso un impacto muy gráfico al respecto acerca de la situación en la que nos encontramos. Porque todos nos echamos las manos a la cabeza cuando se dan las cifras del paro a primeros de cada mes, o cuando se filtran avances acerca de las previsiones de cara a los próximos meses, o se desvelan los datos de la encuesta de población activa, pero lo duro es ponerle nombres y apellidos a cada uno de esos números, ponerles rostro, y percibir el limitado horizonte de esperanza con el que afrontan cada jornada, enfundados en su chándal y sin otra perspectiva que la de dar un paseo hasta la hora del almuerzo.

Esta semana, por ejemplo, la cadena Al Jazeera ha emitido un pequeño reportaje sobre la crisis económica en España para el que ha tomado como referencia a Jerez. La elección no era casual -la ciudad “más endeudada del país”, en la provincia más al sur y adicta a los titulares sobre conflictos laborales y sociales-, pero si lo que de verdad querían era retratar las consecuencias de esa crisis sobre la sociedad española, no tenían más que haber grabado una tras otra a las personas con chándal que se encontrasen por la calle -en Jerez o en Mairena, en Cádiz o en Lucena-, como símbolo visual de las generaciones condenadas por el estallido de la burbuja inmobiliaria, la misma que les hizo creer que habían dejado de ser clase media baja para instaurarlos en un nuevo estatus artificial y volátil, mientras que los auténticos beneficiarios del negocio eran los que cogían las comisiones o se llevaban el dinero directamente a cuentas en Suiza; de hecho, a ninguno de ellos se les ha visto pasear en chándal camino del colegio de sus hijos o de casa de su suegra para que les ponga por delante un plato de comida caliente en la mesa.

Y así, en el famoso reportaje se generaliza peligrosamente al hablar de “extrema pobreza” en Jerez y de servicios sociales “abandonados por el Estado” que ha tenido que asumir la Iglesia Católica a través de sus obras de caridad, como si acabásemos de salir de una guerra civil o viviésemos bajo un bloqueo internacional, sin entrar a reparar, no digo ya en el daño a la imagen internacional de una ciudad que tiene mucho que ofrecer al mundo, sino en la incidencia de la crisis a nivel nacional como consecuencia de una mala gestión económica y política en la que el derroche y la corrupción camparon a sus anchas mientras los demás miraban hacia otro lado; a fin de cuentas, nadie echa en falta un billete de menos en la cartera cuando la lleva bien repleta.

Puede que retratar las consecuencias de la crisis, con sus comedores sociales, sus economatos y familias enteras  pendientes de la pensión de los abuelos para llegar a fin de mes sea más contundente y conmovedor a la hora de llegar a telespectadores de todo el mundo -el lenguaje de la emoción no necesita de intérpretes-, pero aquí hemos llegado a las consecuencias sin desentrañar del todo las causas, sin apuntar a los culpables o, lo que es peor, sin provocar una condena pública por sus actos, protegidos todos ellos por otro tipo de lenguaje más sutil, el de las amistades y los intereses creados, restringido a la intimidad de los despachos del poder. No sé, a lo mejor lo de “extrema pobreza” iba con segundas y se refería a la de índole moral, no a la que se asoma entre las conversaciones de quienes pasean en chándal cualquier mañana de éstas, en cualquier lugar de España.

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