Trato de imaginar la inalcanzable sensación que debe suponer asomarte desde la estratosfera a contemplar el paisaje terráqueo y, más allá de la propia visión del mundo, lo primero que me asalta es el silencio que debe rodear esa inmensa nada. Curiosamente, fue lo único que no pudo percibir Felix Baumgartner antes de su intrépido salto al vacío, envuelto en su traje presurizado y conectado por auriculares a la sala de control de Roswell. El austríaco tenía mejores cosas en las que pensar, ayudado a su vez porque, supongo, lo que sucede en la Tierra apenas conserva trascendencia una vez que te alejas de ella, y porque a 39 kilómetros de distancia del suelo todos quedamos reducidos, como decía Greta Garbo en Ninotchka, a diminutas muescas en la gran rueda de la evolución.
Ni rastro de las preferentes, ni de banqueros arrepentidos, ni de políticos corruptos, ni de pirómanos incontrolados, ni de asesinos con coartadas, ni de dictadores incombustibles, ni de tiranos esclavistas, ni de falsos profetas, ni rebeldes sin causa, ni de las masacres en Siria, ni del hambre en África, ni siquiera de Merkel y Obama.
Pero aunque nuestro planeta apenas revele desde el espacio exterior los matices de su existencia y se limite a reivindicarse como una hermosa estampa sin alma, el concepto de vida sigue latente entre todos nosotros, y con él los rastros que la atraviesan a diario y dirigen nuestra mirada tras la pista. De hecho, si nos pasamos dos horas y media pegados al televisor fue porque aguardábamos una desgracia, un drama en primera fila y en directo, como cuando vimos derrumbarse las torres gemelas, no por compartir la emoción del saltador tras su gesta patrocinada, y eso no sé si nos hace un poco miserables, pero ratifica nuestra condición de humanos, la misma que, bajo otras circunstancias, hace irradiar toda nuestra solidaridad ante los necesitados o nuestra indignación ante los desequilibrios y las mentiras.
Y sí, prestamos insana atención a si Baumgartner terminaba hecho añicos, pero una vez pie en tierra tampoco olvidamos que, por ejemplo en Jerez, la crisis nos pasa factura a todos y que no resulta difícil encontrar un resquicio desde el que respaldar o justificar una protesta o una convocatoria de huelga; entre otras cosas porque el problema ya no está en los 34.000 desempleados que tiene la ciudad, sino en aquellos trabajadores que se han visto privados de sus salarios durante uno, dos, tres o hasta cinco o seis meses, y no encuentran forma de salir adelante sin el dinero que mensualmente les corresponde.
Pónganse en su lugar, en el de una limpiadora de colegio, en el de un conductor de autobuses, en el de una empleada de ayuda a domicilio, e intenten resolver la ecuación de cómo llegar a fin de mes sin tener asegurada su nómina al tiempo que van cayendo los recibos de la luz, del agua, de la hipoteca o el alquiler... Cuesta vivir ajeno a todo ello.
Por eso mismo, y en medio de todas esas vicisitudes, lastima -y es una lástima- esa posición de fuerza que ha empezado a ejercer la concesionaria Urbaser ante la petición municipal de reducirle el presupuesto un 20% a partir del año próximo, y que para ello se sustente en su masa de asalariados, a los que ha empujado a una huelga, no en su contra, sino en la del Ayuntamiento, para cubrirse las espaldas ante ese plan de ajuste que ha empezado por el propio Consistorio, el mismo que hace unos meses le abonó 88 millones de euros -casi quince mil millones de pesetas- con cargo a los fondos ICO hasta reducir a la mínima expresión una deuda histórica, y el mismo que le ha solicitado un ejercicio de solidaridad empresarial mediante el ajuste de los costes -no laborales- y del beneficio industrial.
No sé si el Gobierno local ha pecado de ingenuidad, si le basta con las promesas que le han dedicado “al más alto nivel”, o si pensaba que esos 88 millones de euros iban a facilitarle las cosas, pero lo cierto es que, aunque no quiera prestarle atención, se ha encontrado con una zamba dedicada con la que Urbaser rehúye del pasado mientras cierra el mejor ejercicio económico del presente. Suena de fondo, inspirada en Jorge Drexler (“Olvídame,/esta zamba te lo pide”) y en Alfredo Zitarrosa (“Tenés que pensar/que si no volvió/es porque ya te olvidó”), como eco premonitorio del recado final, en forma de huelga, con que se resuelve la historia.