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Lo que queda del día

A la espera del truco de magia

Lo único que nos exime de no caer más bajo es que aún no haya aparecido un Berlusconi salvapatria que proceda con los honores. El escenario invita a ello. Como en un truco de magia, todos miramos hacia donde no debemos

Espero que Carlos Floriano, el secretario de Organización del PP, no viera este viernes la final del Falla, porque me temo que su contundente “querellas contra todos” iba a terminar incluyendo a los autores de las agrupaciones que participaron en la final y, de paso, a los presentadores de Canal Sur, por su retintín a la hora de aludir a ese “espacio de libertad” en que se convierte cada año la casa de los ladrillos coloraos. En cualquier caso, y por si en un arrebato le surge la duda, siempre tendrá de cerca a Teófila Martínez para que se lo explique.

Sin embargo, más preocupante que el hecho de que casi todos dieran por cierta en sus coplas la extensión de la corrupción entre la clase política española, y con ella todas las cuestiones con las que nos bombardean a diario, sea en forma de sobres, eres o contraprestaciones, está la constatación del latido que impera en la calle, narrado en este caso al ritmo del tres por cuatro.

A tenor de una cosa, y de la otra, entiendo la reacción de Floriano de hace unos días, y más aún la indignación con la que muchos de sus compañeros de partido -en especial, los que tenemos más cerca de nosotros- están asistiendo a las interesadas -insisten en que “manipuladas”- revelaciones que se vienen publicando -de “los papeles de Bárcenas” hemos pasado a “las fotocopias de El País”-, alentadas bajo no sé qué fuerza del lado oscurso, siempre bajo un halo de sospecha, y todas ellas apuntando a un personaje perturbador que, aunque demos por buena la explicación de que le han tendido una trampa, que ésa no es su letra, que nunca pagó sobresueldos en B y que todo esto es un montaje, deja en el aire una pregunta inquietante: ¿cómo fue posible que semejante individuo ocupara cargos de responsabilidad en el PP durante tantos años?

E insisto, lo entiendo, es comprensible, hay que tenerlo en cuenta, pero por encima de las circunstancias personales se eleva ahora mismo la propia indignación de los que asisten como espectadores a la escena política española en toda su amplitud, porque ese desprecio compartido no lo provoca un único caso, sino la acumulación de casos -demasiados años de experiencia-, y no va en detrimento de un único partido, sino de todos -han colmado nuestra paciencia-.
La calle, y no me refiero a portadores de pancartas convocados por sms, ni a colectivos organizados con causa común, sino a tu vecino, a tu tío, al frutero de la esquina, al reponedor del supermercado, a tu peluquera o al camarero que te sirve el café todas las mañanas, claman contra todos ellos, pero en su filtrada e interesada interpretación de la realidad los propios partidos lo reducen todo a hurgar en heridas ajenas, a satisfacciones fingidas, al atrofiado revanchismo de las cuentas pendientes, más preocupados por la última encuesta del CIS que de contribuir a esa regeneración de la que tanto se habla ahora, como si en ella estuviese la respuesta a todas nuestras plegarias y no en la voluntad de hacer las cosas bien o, cuando menos, corregir los errores cometidos hasta ahora.  

Así, hasta que llegue un día en el que un ciudadano corriente dé el paso y, sin esperar a que las urnas dicten sentencia, comparezca y anuncie “querellas” contra aquellos -hasta a mí se me ocurren de pronto un par de nombres, aunque no especulen, no hablo de Jerez- que hayan faltado a su palabra, hayan comprado voluntades a cambio de votos y hasta hayan mentido -que pruebas no le falten-y siempre que tenga dinero para pagar las nuevas tasas judiciales.

Puede que suene ridículo, pero, a causa de los casos de corrupción, ya lo hemos hecho durante décadas -el ridículo- y lo único que nos exime en estos momentos de no caer más bajo es que aún no haya aparecido un Silvio Berlusconi salvapatria que proceda con los honores -y cruzo los dedos para que no sea así-, porque basta con que lo hubiera para que se llevara los votos de calle. El escenario invita a ello; de hecho, es como si estuviésemos en mitad de un gran show de magia en el que todos hemos desviado la mirada hacia el único lugar donde no se desvela el truco. Todos, siempre, tan ingenuos, bajo el paraguas de la única realidad que conocemos.

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